Hoy he ido a una barbería. Es uno de
mis placeres preferidos en India. Dejarte crecer la barba hasta construir un
jardín con ecosistema propio, y entonces, pero sólo entonces, acudir a un
barbero a que, por menos de un euro, te rasure el jepeto, old school, hasta dejarte la piel como el culito de un bebé.
Después de un sesudo ‘segundo round’ para terminar de rematar abrillantar la faena, llegará
el masaje con una especie de “Varón Dandy” que te abrasa la cara… justo hasta
el momento en el que el indio barbero bárbaro, en nombre del masaje universal y del hastahuevismo del hombre blanco, tal vez
francés, aprovecha para abofetearte –inflarte a hostias; consentidas, pero
hostias al fin y al cabo-, en el que los poros ya no arden en alcohol de 90 ºC,
sino que agradecen los sopapos y hasta piden más. ¡Más, pégame más, indio cabrón! Será tu única oportunidad, alambrillo. Y con todo, a pesar de lo sugerido,
sale uno de allí alegre, ligero y con diez años menos.
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Así que eso he hecho hoy (no hay forma
de salir de Pondicherry; equipaje en Mamallapuram y tres camisetas,
junto a mi corazón, atados a esta ciudad. Ouh
yeah, maderfaquers).
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En fin, he ido al barbero: Sólo que, al ir a entrar, había una clienta delante mía
y he tenido que esperar:
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© Rafa Gassó |
© Rafa Gassó |
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Del mismo modo que en el catolicismo
existen siete sacramentos (bautismo, comunión, etc.), en el hinduismo se habla
de 12 samskāras. Véase: “bautismo”, nāmakarana; primera comida
sólida, annaprāsana; matrimonio, vivāha. Y así. La octava de
estas ceremonias es la chūdākarana, y consiste en el primer corte de
pelo que se realiza a los niños, alrededor del año y medio, aunque puede ser
entre los 1 los 3 años. La cabeza es rapada y untada con pasta de sándalo. En
teoría, que tampoco (siempre) en la práctica, se deja un mechón (“chūdākarana”, el proceso de hacerlo; “chūdā”, el
resultado). El primer corte de pelo deja atrás las impurezas y ‘cargas’ de
otras vidas anteriores. Con todo, mejor dejar un mechoncete para que Krishna
tenga de donde agarrarle y lo lleve a “planos superiores” o, mejor aún, le
libre de la rueda de reencarnaciones.
Curiosos, los indios :-)
Si ves a un
adulto –o no adulto, pero nunca un bebé-, con la cabeza rapada y un mechón que
le parte de la coronilla, a modo de coleta punki, es que está de luto por la
muerte del padre. Aunque -esta también es buena-, cuando un hindú muere –no
recuerdo si sólo en el caso de los brahmines o en general, podría
corregirme un tal Ito-, es el hijo mayor el encargado de liberarle, durante la
pira, del ciclo de reencarnaciones para que éste pueda alcanzar el nirvana. El
método, después de una larga, fascinante y cero morbosa ceremonia en la que el
difunto es untado en un tipo de mantequilla que hace las veces de inflamable para la combustión…
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[–y que en
una ocasión, allá por el Kumbh Mela, el fotógrafo Jordi Pizarro y yo
contemplamos, maravillados, sin poder hacer ni una sola foto, con las cámaras
colgadas sobre el pecho, esperando un permiso que (obviamente) nunca llegó,
luchando, a duras penas -como todas las luchas contra las entrañas-, contra la
inercia de levantar la cámara; por respeto, que los indios se reencarnan pero
la muerte de un ser querido les duele igual; renunciar a capturar una de las
ceremonias más bestias y, sin embargo más bellas y estéticas que he visto en mi
vida. Esa manera de afrontar la muerte, ese ritual seguido cual claqueta suiza
‘pintada’ al milímetro].
… es el de
reventarle el cráneo, ya crujiente, con un palo y de un solo golpe, a ser
posible. Un golpe urgente, preciso, certero. Claro, que el hijo mayor puede ser
un treintañero… o un niño de apenas 10 años.
[Continuará]
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