Primera pregunta: ¿Alguna vez habéis comido "iríapa" a bordo de
un amasijo de hierros con forma de autobús que zumba por carreteras
cuaternarias al limite de su nada despreciable velocidad, esa que se sitúa
justo un par de kilómetros por hora antes de que su estructura empiece a
desmarcharse soltando tornillos, tal vez descapotándose o a perdiendo una o dos
o tres o todas sus ruedas debido a la presión que ejercen todo tipo de fuerzas
sobre la misma, medidas en una orgía de newtons destinadas a conservar sólo el
eje, el volante y su conductor de camino sin retorno hacia un horizonte
indefinido?
La "iríapa" es una tortita de finísimos noddles de arroz
entrelazados entre sí que dan forma de oblea de unos 5-6cm de diámetro, típica
del norte de Sri Lanka. Se sirve de 10 en 10 unidades por plato y se acompaña
de dal (lentejas), por una parte, y salsa de coco por otra. A no ser que las
pidas "take away", para llevar, si es que tu autobús sale en cinco
minutos. En ese caso envuelven las "iríapas" en una suerte de papel
de estraza y las salsas en sendas bolsitas de plástico. Cómo te las comas
depende ya sólo de ti -en ningún caso hay cubiertos; se come con la mano
derecha y se bebe con la izquierda-, y de tus habilidades malabares. Nosotros
lo conseguimos y sin mancharnos porque somos unos campeones o tenemos mucha
paciencia. Quizá.
La segunda pregunta es si conocéis ese asqueroso gesto universal que
consiste en que, cuando un tipejo modelo "Torrente" estrecha la mano
de una desprevenida damisela, a modo de saludo o despedida, aprovecha para
rascarle la palma de la mano con su dedo índice en un movimiento de campana que
viene a significar, en cualquier rincón del mundo, "quiero follarte / me
gustaría follarte".
En realidad no me hace falta saber la respuesta a ninguna de las dos
preguntas, me basta con que os quedéis con la segunda. Volveremos sobre
ella.
El por qué
Cuando se planteó la cuestión de a qué país salir para sortear la farragosa
restricción del visado indio de cada año, decidí que esta vez sería Sri Lanka,
país que no conocía y al que, además, podría sacarle partido haciendo un par de
reportajes de viajes: Uno para Grupo Zeta y otro para YoDona. Cada uno un
estilo, cada uno una historia. Una ruta turística de apenas dos semanas que
empezaría en Colombo, capital del país, y se desplazaría hacia el centro de la
isla, atravesando en ferrocarril las zonas montañosas y las plantaciones de té,
para descender luego suavemente hacia el cálido sur antes de costear,
finalmente, el regreso a Colombo en dirección norte. Fácil.
Ocurrió, empero, que leí un artículo que llamó mi atención y que hablaba de
cómo la proliferación del turismo, salvajemente exponencial desde que Sri Lanka
abriera sus fronteras tras el fin de la guerra civil en 2009, había provocado
que las otroras playas de pescadores se hubiesen transformado hoy en resorts
privados a los cuales los antiguos pescadores ya no tenían acceso -playas de
acceso prohibido para la población local y de uso exclusivo para los gordinflas
occidentales-, condenando a los primeros al ostracismo y a la extrema pobreza,
en el mejor de los casos, cuando no a la explotación laboral incluyendo el
oficio más antiguo del mundo. El artículo situaba los peores ejemplos en las
playas del norte, un poco por debajo de la península de Jaffna, el durísimo
bastión de los rebeldes Tigres Tamiles, península que hoy está controlada
militarmente por el gobierno cingalés, y que no abrió sus puertas al turismo
hasta hace apenas dos años, entre 2012 y 2013, más de tres años después de que
se permitiese a los extranjeros visitar el sur de la isla. Cuando me puse a
investigar comprendí que el artículo obviaba el verdadero asunto de la
cuestión, que no sólo se limitaba a una salvaje proliferación del turismo en contra
de la vida diaria 'casualmente' tamil, el aguerrido enemigo histórico de la
población cingalesa que mantuvo al país durante casi tres décadas (1983-2009),
en una cruenta guerra que concluyó sólo cuando más de 300.000 rebeldes tamiles
fueron literalmente exterminados; entre ellos, Velupillai Prabhakaran, el
temido por su "crueldad despiadada", líder del ETTL, el ejército
insurrecto de los Tigres Tamiles del Norte. Borrar de la faz de la Tierra hasta
el último enemigo de una Sri Lanka unida, trasladar al grueso del ejército
vencedor al antiguo e infranqueable bastión rebelde cual fuerza de ocupación,
colocar estratégicamente a gente de tu Gobierno en las zonas que antes no se
podían ni pisar y abrir las puertas de par en par a la inversión extranjera. Un
eficaz combo para que, en apenas unos años, la cuestión Tamil nunca haya
existido.
Ir al norte, visitarlo, indagarlo y conocerlo de primera mano se convirtió,
pues, en una 'necesidad' de primer orden que le propuse a Gabriela Sánchez,
jefa del 'Desalambre', la sección de Derechos Humanos de eldiario.es con
la que trabajo. Quería contar esa historia. Y allí me dirigí una vez hube
concluido, en el sur de la isla, mis dos reportajes gráficos repletos de notas
turísticas y listos para "montar". Del extremo sur al extremo norte
en varios autobuses locales y un tren nocturno que no tenía camas sino
asientos. De una sola tirada. El tiempo apremiaba y llegamos a la península de
Jaffna un amanecer después de más de 24h de viaje ininterrumpido y con los
huesos dislocados por el cansancio. Pero ya estábamos en el norte, el muy poco
turístico norte.
El mismo norte casi indio en sus peores formas, aislado del mundo por 26
años de un conflicto armado que endureció a varias generaciones hostigadas por
el bloqueo económico y la guerra, y que en 2004 se convirtió, además, en una de
las zonas más castigadas por el tsunami. No es que hubiesen perdido las formas
o que nunca las hayan tenido, es que tal vez las circunstancias les han hecho
crecer en estado salvaje. Es por eso que no seré yo quien juzgue que una
sorprendente gran mayoría norteña pase las 24h del día, quizá los 365 días del
año (eso parece), macerada en alcohol, soltando un pestuzo que echaría para
atrás a un elefante y mirando al extranjero como quien ve llegar un marciano.
Lo que sí juzgo y además fallo en su contra, es que su triste y amarga historia
reciente no les otorga ningún derecho a mirar a una extranjera directamente al
culo y a las tetas, ajenos a cualquier otra presencia, con esas desagradables
formas que tienen los borrachos, como si el siguiente paso fuese ir a montarla
como un perro en celo, sea un pescador que blande un machete capaz de partir
una ballena en dos, sea un militar armado amenazante y amargado por estar
destinado en el culo del mundo. Y más si la chica va tapada de pies a cabeza no
sólo en señal de respeto sino de prevención personal. Ocurrió el primer
día en Point Pedro, en las alejadas playas de la costa norte, al atravesar una
suerte de control militar que cortaba la línea de playa en dos. También ocurrió
el segundo día en Valvettiturai, lugar de nacimiento de Prabhakaran y centro de
operaciones de la resistencia tamil, el núcleo duro de toda la guerra, cuando
Sandrine, una educadora franco-suiza que se ha revelado como una excelente
entrevistadora con mucha más sensibilidad y tacto para sacar información que
yo, me ayudaba en la tarea de hablar con un ex combatiente "tigre"
tamil que se nos presentó cuando visitábamos las ruinas de lo que fue la
residencia personal del propio Prabhakaran, convertida en polvo una noche de
2009, poco después de que el ejército cingalés acabase con su vida. El tipo se
dirigía solamente a Sandrine, cosa que me pareció normal pues era quien llevaba
y dirigía el peso de la conversación y trataba, además, de convencerle para que
se dejase fotografiar. Incluso me hacia gracia que el tipo me ignorase, pues en
India y otros tantos países suele suceder exactamente al contrario. Pero el
tipo, que hablaba bajito y mirando en todas direcciones como con miedo,
aduciendo sus cuatros años en prisión, no accedía a la foto y finalmente se
despidió. En ese momento Sandrine me gritó un seco y apurado "vámonos de
aquí YA", que yo interpreté como que estaba llegando alguien que no debía
o qué sé yo. Luego me pidió un cigarro y me dijo que terminase de hacer mis
fotos. Y sólo después de haberse fumado el cigarro y mantenerme un largo rato
en un silencio interrogante, justo para que el tipo desapareciese de allí, me
contó que al estrecharle la mano éste le había rascado la palma con su dedo
índice al despedirse. No sé cómo habría reaccionado de haberme dado cuenta en
el momento, la verdad. Pocas veces decido pasar a la acción pero si paso es
para hacer daño. Todo el daño que me sea posible. Si hay hueco para tratar de
cortar la respiración, intento meter el puño en la boca del estomago. Si hay
hueco para sacarle los ojos trato de meter mis dedos en las cuencas oculares. Y
si hay ángulo para romper un hueso trato de hacer palanca de una patada. Me
puedo ir a casa calentito. Pero a gusto. Y si a mí me dio asco cuando me
repitió el gesto para explicarme qué había pasado, no quiero imaginarme lo que
debió de sentir ella. Y más al tercer día de estar soportando semejantes
acosos. Tal vez habría resultado de lo más exótico volverme a casa inflado a
hostias por un tigre tamil. Visité Myanmar, un país con una historia
reciente igual o más trágica que la del norte de Sri Lanka cuando estaba recién
abierta al turismo y viajando con un pivón (¡Hola, Pelirroja!), y no sucedió
nada parecido ni por asomo. Todo por acompañarme a hacer un artículo de
mierda que no vale ni el más mínimo feo a lo más preciado que tiene esta vida,
que es la sonrisa y el bienestar de quien se encarga de perpetuar nuestra especie
para que no se acabe, y por tanto debería de ser tratada como una deidad. Hoy
tocaban las islas, más alejadas todavía de Jaffna, pero me levanté con la
resaca del día anterior y el umbral de mi paciencia a punto de ser rebosado.
Una señal inequívoca de que era el momento de largarse de allí. Hasta aquí
hemos llegado, descerebrados de mierda, celebro públicamente.
Nos dirigimos, pues, a Kalpitiya, el lugar turístico y civilizado donde
concluirá la segunda parte de este artículo que trataré de contar en dos entregas.
Con todo, y mientras escribo todo esto tecleando en el IPhone a bordo de un
autobús de camino a Mannar, a 160km y tres horas de Jaffna, desde donde
abordaremos el trayecto final hasta Kalpitiya (error, hasta Puttalam, a otros
160km aunque esta vez en 4.30h; para salvar los últimos 25km hasta destino sólo
nos hará falta 1h, advierten), una sola frase al vendedor de billetes -"My
wife needs a toilette"-, provocará que paremos ipso facto en un colmado
ubicado en medio de ningún lugar, entre las risas cómplices de los presentes,
contentos y sonrientes de compartir nuestra alegría por el alivio; una alegría
que nos regala tiempo hasta para fumar un cigarrillo. Al César lo que es del
César. No todo este país de dulces, simpáticos y hospitalarios ciudadanos es
como lo que acabo de contar. Espero y confío en no volver a escribir un
artículo como este.
P. D. - A la Pelirroja, quien se chupó una sleeping class de más de 20h en
su primer trayecto de tren en India poco antes de que tuviera que dejarla sola
en mitad de una carretera al no calcular bien y quedarme sin gasolina en la
moto. Tuve que ir a buscar un par de litros de emergencia al pueblo más cercano
en otra moto con un paisano que paré (asalté) y que me acercó pero que no me
devolvió al lugar de origen, y me tocó deshacer el camino andando, empleando no
sé cuantas horas en volver. Cuando llegué me la encontré armada con una piedra
en la mano y una mirada de reproche cariñoso que no tuvo verbo sino silencio. A
Sandrine, por más de lo mismo, y aún en ruta, por seguir soportando tutes que
tumbarían a cualquiera y ausencias necesarias para resolver imprevistos en
mitad de lugares de mierda -literal y emocionalmente hablando-, con cara de
decir "hijo-de-puta-no-me-dejes-sola-aquí; no al menos por mucho tiempo"
pero sin reproche aparente manifestado. Y cómo no, a Óscar -Pixilla,
Polvorilla-, cuyo recuerdo se me hace más presente e intenso conforme pasa el
tiempo desde su muerte y me despierta carcajadas cuando, a punto de reventar y
liarme a hostias con lo primero que se mueva o se me acerque, comienza a
temblarme el labio superior, lo cual -las carcajadas, digo-, me relaja y me
devuelve cierta paz interior. Lo mejor de la vida y los viajes es la gente que
te encuentras y te acompaña. Esto siempre es así :-)
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