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viernes, 13 de marzo de 2015

Sri Lanka 2: La escapada del norte


Primera pregunta: ¿Alguna vez habéis comido "iríapa" a bordo de un amasijo de hierros con forma de autobús que zumba por carreteras cuaternarias al limite de su nada despreciable velocidad, esa que se sitúa justo un par de kilómetros por hora antes de que su estructura empiece a desmarcharse soltando tornillos, tal vez descapotándose o a perdiendo una o dos o tres o todas sus ruedas debido a la presión que ejercen todo tipo de fuerzas sobre la misma, medidas en una orgía de newtons destinadas a conservar sólo el eje, el volante y su conductor de camino sin retorno hacia un horizonte indefinido?
La "iríapa" es una tortita de finísimos noddles de arroz entrelazados entre sí que dan forma de oblea de unos 5-6cm de diámetro, típica del norte de Sri Lanka. Se sirve de 10 en 10 unidades por plato y se acompaña de dal (lentejas), por una parte, y salsa de coco por otra. A no ser que las pidas "take away", para llevar, si es que tu autobús sale en cinco minutos. En ese caso envuelven las "iríapas" en una suerte de papel de estraza y las salsas en sendas bolsitas de plástico. Cómo te las comas depende ya sólo de ti -en ningún caso hay cubiertos; se come con la mano derecha y se bebe con la izquierda-, y de tus habilidades malabares. Nosotros lo conseguimos y sin mancharnos porque somos unos campeones o tenemos mucha paciencia. Quizá. 
La segunda pregunta es si conocéis ese asqueroso gesto universal que consiste en que, cuando un tipejo modelo "Torrente" estrecha la mano de una desprevenida damisela, a modo de saludo o despedida, aprovecha para rascarle la palma de la mano con su dedo índice en un movimiento de campana que viene a significar, en cualquier rincón del mundo, "quiero follarte / me gustaría follarte". 
En realidad no me hace falta saber la respuesta a ninguna de las dos preguntas, me basta con que os quedéis con la segunda. Volveremos sobre ella. 

El por qué
Cuando se planteó la cuestión de a qué país salir para sortear la farragosa restricción del visado indio de cada año, decidí que esta vez sería Sri Lanka, país que no conocía y al que, además, podría sacarle partido haciendo un par de reportajes de viajes: Uno para Grupo Zeta y otro para YoDona. Cada uno un estilo, cada uno una historia. Una ruta turística de apenas dos semanas que empezaría en Colombo, capital del país, y se desplazaría hacia el centro de la isla, atravesando en ferrocarril las zonas montañosas y las plantaciones de té, para descender luego suavemente hacia el cálido sur antes de costear, finalmente, el regreso a Colombo en dirección norte. Fácil. 
Ocurrió, empero, que leí un artículo que llamó mi atención y que hablaba de cómo la proliferación del turismo, salvajemente exponencial desde que Sri Lanka abriera sus fronteras tras el fin de la guerra civil en 2009, había provocado que las otroras playas de pescadores se hubiesen transformado hoy en resorts privados a los cuales los antiguos pescadores ya no tenían acceso -playas de acceso prohibido para la población local y de uso exclusivo para los gordinflas occidentales-, condenando a los primeros al ostracismo y a la extrema pobreza, en el mejor de los casos, cuando no a la explotación laboral incluyendo el oficio más antiguo del mundo. El artículo situaba los peores ejemplos en las playas del norte, un poco por debajo de la península de Jaffna, el durísimo bastión de los rebeldes Tigres Tamiles, península que hoy está controlada militarmente por el gobierno cingalés, y que no abrió sus puertas al turismo hasta hace apenas dos años, entre 2012 y 2013, más de tres años después de que se permitiese a los extranjeros visitar el sur de la isla. Cuando me puse a investigar comprendí que el artículo obviaba el verdadero asunto de la cuestión, que no sólo se limitaba a una salvaje proliferación del turismo en contra de la vida diaria 'casualmente' tamil, el aguerrido enemigo histórico de la población cingalesa que mantuvo al país durante casi tres décadas (1983-2009), en una cruenta guerra que concluyó sólo cuando más de 300.000 rebeldes tamiles fueron literalmente exterminados; entre ellos, Velupillai Prabhakaran, el temido por su "crueldad despiadada", líder del ETTL, el ejército insurrecto de los Tigres Tamiles del Norte. Borrar de la faz de la Tierra hasta el último enemigo de una Sri Lanka unida, trasladar al grueso del ejército vencedor al antiguo e infranqueable bastión rebelde cual fuerza de ocupación, colocar estratégicamente a gente de tu Gobierno en las zonas que antes no se podían ni pisar y abrir las puertas de par en par a la inversión extranjera. Un eficaz combo para que, en apenas unos años, la cuestión Tamil nunca haya existido. 
Ir al norte, visitarlo, indagarlo y conocerlo de primera mano se convirtió, pues, en una 'necesidad' de primer orden que le propuse a Gabriela Sánchez, jefa del 'Desalambre', la sección de Derechos Humanos de eldiario.es con la que trabajo. Quería contar esa historia. Y allí me dirigí una vez hube concluido, en el sur de la isla, mis dos reportajes gráficos repletos de notas turísticas y listos para "montar". Del extremo sur al extremo norte en varios autobuses locales y un tren nocturno que no tenía camas sino asientos. De una sola tirada. El tiempo apremiaba y llegamos a la península de Jaffna un amanecer después de más de 24h de viaje ininterrumpido y con los huesos dislocados por el cansancio. Pero ya estábamos en el norte, el muy poco turístico norte. 
El mismo norte casi indio en sus peores formas, aislado del mundo por 26 años de un conflicto armado que endureció a varias generaciones hostigadas por el bloqueo económico y la guerra, y que en 2004 se convirtió, además, en una de las zonas más castigadas por el tsunami. No es que hubiesen perdido las formas o que nunca las hayan tenido, es que tal vez las circunstancias les han hecho crecer en estado salvaje. Es por eso que no seré yo quien juzgue que una sorprendente gran mayoría norteña pase las 24h del día, quizá los 365 días del año (eso parece), macerada en alcohol, soltando un pestuzo que echaría para atrás a un elefante y mirando al extranjero como quien ve llegar un marciano. Lo que sí juzgo y además fallo en su contra, es que su triste y amarga historia reciente no les otorga ningún derecho a mirar a una extranjera directamente al culo y a las tetas, ajenos a cualquier otra presencia, con esas desagradables formas que tienen los borrachos, como si el siguiente paso fuese ir a montarla como un perro en celo, sea un pescador que blande un machete capaz de partir una ballena en dos, sea un militar armado amenazante y amargado por estar destinado en el culo del mundo. Y más si la chica va tapada de pies a cabeza no sólo en señal de respeto sino de prevención personal. Ocurrió  el primer día en Point Pedro, en las alejadas playas de la costa norte, al atravesar una suerte de control militar que cortaba la línea de playa en dos. También ocurrió el segundo día en Valvettiturai, lugar de nacimiento de Prabhakaran y centro de operaciones de la resistencia tamil, el núcleo duro de toda la guerra, cuando Sandrine, una educadora franco-suiza que se ha revelado como una excelente entrevistadora con mucha más sensibilidad y tacto para sacar información que yo, me ayudaba en la tarea de hablar con un ex combatiente "tigre" tamil que se nos presentó cuando visitábamos las ruinas de lo que fue la residencia personal del propio Prabhakaran, convertida en polvo una noche de 2009, poco después de que el ejército cingalés acabase con su vida. El tipo se dirigía solamente a Sandrine, cosa que me pareció normal pues era quien llevaba y dirigía el peso de la conversación y trataba, además, de convencerle para que se dejase fotografiar. Incluso me hacia gracia que el tipo me ignorase, pues en India y otros tantos países suele suceder exactamente al contrario. Pero el tipo, que hablaba bajito y mirando en todas direcciones como con miedo, aduciendo sus cuatros años en prisión, no accedía a la foto y finalmente se despidió. En ese momento Sandrine me gritó un seco y apurado "vámonos de aquí YA", que yo interpreté como que estaba llegando alguien que no debía o qué sé yo. Luego me pidió un cigarro y me dijo que terminase de hacer mis fotos. Y sólo después de haberse fumado el cigarro y mantenerme un largo rato en un silencio interrogante, justo para que el tipo desapareciese de allí, me contó que al estrecharle la mano éste le había rascado la palma con su dedo índice al despedirse. No sé cómo habría reaccionado de haberme dado cuenta en el momento, la verdad. Pocas veces decido pasar a la acción pero si paso es para hacer daño. Todo el daño que me sea posible. Si hay hueco para tratar de cortar la respiración, intento meter el puño en la boca del estomago. Si hay hueco para sacarle los ojos trato de meter mis dedos en las cuencas oculares. Y si hay ángulo para romper un hueso trato de hacer palanca de una patada. Me puedo ir a casa calentito. Pero a gusto. Y si a mí me dio asco cuando me repitió el gesto para explicarme qué había pasado, no quiero imaginarme lo que debió de sentir ella. Y más al tercer día de estar soportando semejantes acosos. Tal vez habría resultado de lo más exótico volverme a casa inflado a hostias por un tigre tamil. Visité Myanmar, un país con una historia reciente igual o más trágica que la del norte de Sri Lanka cuando estaba recién abierta al turismo y viajando con un pivón (¡Hola, Pelirroja!), y no sucedió nada parecido ni por asomo. Todo por acompañarme a hacer un artículo de mierda que no vale ni el más mínimo feo a lo más preciado que tiene esta vida, que es la sonrisa y el bienestar de quien se encarga de perpetuar nuestra especie para que no se acabe, y por tanto debería de ser tratada como una deidad. Hoy tocaban las islas, más alejadas todavía de Jaffna, pero me levanté con la resaca del día anterior y el umbral de mi paciencia a punto de ser rebosado. Una señal inequívoca de que era el momento de largarse de allí. Hasta aquí hemos llegado, descerebrados de mierda, celebro públicamente. 
Nos dirigimos, pues, a Kalpitiya, el lugar turístico y civilizado donde concluirá la segunda parte de este artículo que trataré de contar en dos entregas. 
Con todo, y mientras escribo todo esto tecleando en el IPhone a bordo de un autobús de camino a Mannar, a 160km y tres horas de Jaffna, desde donde abordaremos el trayecto final hasta Kalpitiya (error, hasta Puttalam, a otros 160km aunque esta vez en 4.30h; para salvar los últimos 25km hasta destino sólo nos hará falta 1h, advierten), una sola frase al vendedor de billetes -"My wife needs a toilette"-, provocará que paremos ipso facto en un colmado ubicado en medio de ningún lugar, entre las risas cómplices de los presentes, contentos y sonrientes de compartir nuestra alegría por el alivio; una alegría que nos regala tiempo hasta para fumar un cigarrillo. Al César lo que es del César. No todo este país de dulces, simpáticos y hospitalarios ciudadanos es como lo que acabo de contar. Espero y confío en no volver a escribir un artículo como este. 

P. D. - A la Pelirroja, quien se chupó una sleeping class de más de 20h en su primer trayecto de tren en India poco antes de que tuviera que dejarla sola en mitad de una carretera al no calcular bien y quedarme sin gasolina en la moto. Tuve que ir a buscar un par de litros de emergencia al pueblo más cercano en otra moto con un paisano que paré (asalté) y que me acercó pero que no me devolvió al lugar de origen, y me tocó deshacer el camino andando, empleando no sé cuantas horas en volver. Cuando llegué me la encontré armada con una piedra en la mano y una mirada de reproche cariñoso que no tuvo verbo sino silencio. A Sandrine, por más de lo mismo, y aún en ruta, por seguir soportando tutes que tumbarían a cualquiera y ausencias necesarias para resolver imprevistos en mitad de lugares de mierda -literal y emocionalmente hablando-, con cara de decir "hijo-de-puta-no-me-dejes-sola-aquí; no al menos por mucho tiempo" pero sin reproche aparente manifestado. Y cómo no, a Óscar -Pixilla, Polvorilla-, cuyo recuerdo se me hace más presente e intenso conforme pasa el tiempo desde su muerte y me despierta carcajadas cuando, a punto de reventar y liarme a hostias con lo primero que se mueva o se me acerque, comienza a temblarme el labio superior, lo cual -las carcajadas, digo-, me relaja y me devuelve cierta paz interior. Lo mejor de la vida y los viajes es la gente que te encuentras y te acompaña. Esto siempre es así :-)

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