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En este orden caótico de apuntes sin apuntar, como
todas las letras que bullen en mi cabeza, trato de afinar el tiro y comenzar de
una vez el proyecto de eBook. Tal vez
estructurándolo como se estructura un reportaje: Qué quiero contar y cuál será
el orden de aparición [y en este apunto, anoto: No sé por qué, pero me acuerdo
de García; Finito Pellejo*, gran
periodista de camisa blanca y minuciosa libreta donde lo apuntaba todo y
dibujaba los esquemas de sus reportajes. Quizá por eso]. Algún lector de este
blog, socio entusiasta, eterno Lehendakari de la Tilde, quizá también se
acuerde. Es raro. El tiempo pasa que vuela y una extraña morriña me persigue
desde que subí al tren que me bajó de Pushkar. Escuchando a Compay Segundo a
todo lo que el pobre reproductor de MP3 daba de sí. Pensando en los seis meses que
se tiró Enrique Meneses en Sierra Maestra con Castro para rubricar un solo
reportaje para Paris-Match. En Kapuscinski rogando con lágrimas en los ojos no volver
a Polonia a convalecer la malaria porque sabía que si volvía, la pobre agencia
estatal de noticias para la que trabajaba no le devolvería jamás a su puesto en
África. En Manuel Leguineche subiéndose a un Land Rover en los 70 junto a un
fotógrafo suizo y dos periodistas americanos, para iniciar la enorme aventura
de “El camino más corto”, por el (casi) mero hecho de ser uno de los pocos que,
en aquella España gris, sabía hablar inglés. Quizá sea la nostalgia de un oficio
muerto que empieza a oler demasiado. Quizá sea la media sonrisa tristona que se
dibuja al reconocer la tonta y común ilusión que a unos cuantos nos hace pensar
que aún está vivo, poniéndole flores. Por el aroma, no por el rito.
El caso es que Compay Segundo decía que muchas
veces, al despertarse, oía una música que entraba por la ventana -con todos los
instrumentos sonando muy-muy claritos-, y al asomarse al balcón, sin embargo,
decía sorprendido que “no había nadie”. Entonces se daba cuenta de que era en
su cabeza donde sonaba la música. Así que se sentaba a la mesa y comprendía que
no le quedaba otra que escribirla. A veces siento que a mí me pasa parecido.
Escribir al dictado de las notas mentales. Por eso el lío de este comienzo de
post. Estructurar. Esa será la cuestión. Pero para eso, defiendo, esto es un work in progress, para ir anotando o
escribiendo sobre el Kikasso de Pushkar o su hospital para animales cuando
convenga o cuando me salga de los cojones J
Y en todo esto pensaba cuando pensé que sería bueno
comenzar explicando por qué (quizá) India enganche tanto. Quizá porque es el
único lugar del planeta en el que cada uno puede hacer -real y literalmente- lo
que le dé la gana. India tiene un extraño poder (llamado “rupia”) en el que
cualquier visitante aterriza como
turista y en la primera casa de cambio de Pahar Ganj sale convertido en viajero
de vieja escuela por la gracia “divina” de un cambio de divisas más que positivo
a su favor. La economía, comodísima para cualquier Occidental con el subsidio
más bajo que exista en todo el mundo desarrollado, permite empezar a acumular récords
de estancia entre cualquier bicho raro, en un país en el que puedes estar
comiendo y cenando fuera del hotel donde te alojes durante cinco meses al año,
y a poco que no gastes, regresas a casa con pasta. Los hay de muchas clases.
Iluminados, Adoptatis, simples enamorados del país y transeúntes de paso que
volverán una y otra vez al país más loco (y bendito) del mundo, donde todo es
posible.
[Continuará…]
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* Pacto entre caballeros (30/4/07).
Verborreas y graznidos
Viste Levi’s de canuto estrecho y camisas blancas planchadas metidas
rigurosamente por dentro del pantalón; lentes de corte italiano y una americana
imposible de imaginar tallada sin hombreras; guarda siempre colonia en un cajón
de su negociado y dispara verbos tan rápidos como letales. Él en si mismo es
letal. Alto y finito, sólo una capa de pellejo separa sus huesos del mundo.
Anda rápido, habla rápido, señala certero y casi nunca se equivoca. Huele las
noticias, adora las trincheras, colecciona muescas en su agenda y si le pides
que venga, abre sus ojos fibrosos y pregunta “por qué”; serio, sin fisuras, sin
dobleces. Solamente “¿por qué?”. Si tiene que decir algo lo dice. Si no, calla.
Usa la cabeza, detesta la piedad y demuestra en cada gesto que es posible un
oasis de honestidad en un desierto de hijos de puta. Se sumerge entre
tiburones, les toma nota muy atento y cuando puede, se pira a una playa a escuchar
‘La revuelta en el frenopático’ con media sonrisa satisfecha y quebrada. Se
llama García, fue compañero de jaula y el otro día, entre vapores de cerveza y
otras bohemias caballerescas, le prometí esto que has leído.
Quede pagada la deuda.
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