“Ya no trabaja conmigo. Nos separamos en Okinawa.
Le golpeé. Fix me, please, fix me! I didn’t fix him”. Ringo, personaje
fascinante que hipnotiza, termina sus palabras con esa risita contenida, casi
en forma de tos, típica de los asiáticos. Y acto seguido, sentado de cuclillas
sobre la misma mesa baja donde reposa un termo de agua caliente y tres tazas de
té, manteniendo cómodo esa postura que convierte las rodillas en orejeras y que
al resto de los mortales nos costaría una seria lesión de espalda, le da una
profunda calada al dos papeles de la potente marihuana que crece en las
montañas de su Manipur natal y se queda en silencio, pensativo, mirando hacia
un punto indeterminado entre el suelo y la pared.
Pero, en realidad –soy fotógrafo,
algo literato, voraz lector de los ojos de la gente-, sé que está mirando hacia
ese interior insondable que se le abre más allá del pecho; un vacío tan enorme y
abstracto que, cuando algunos tratamos de imaginar su forma mirando a las
estrellas, conjeturando tontamente sobre el Universo, termina por
sobresaltarnos como un escalofrío que te advierte de que tratar de representarse
en la cabeza dimensiones para las que no existen suficientes matemáticas, podría
provocarte un cortocircuito cerebral irreversible. “¿Quién soy, dónde acaba mi
ser?”, parece preguntarse en silencio Ringo, preso a ráfagas de ese miedo que
provoca la estremecedora certeza de que lo infinito, como la propia palabra
indica, no tiene fin. El camino que lleva a aceptar la tutela de
un discípulo, a renunciarla, dos años después, partiéndole la mandíbula de un sólo golpe -a conciencia, sabiendo perfectamente lo que haces, dónde disparas
y lo que buscas provocar-, se presenta brumoso.
Se toca las piernas, Ringo. Las estira cambiando de
postura y extrayendo del limbo la conversación, sonríe simpático y dice:
“Mira, tengo piel de cocodrilo”. Una maraña de cicatrices recubre sus
espinillas dotando a la piel de la textura propia de un lagarto. Más de 20
años de tu vida consagrado a convertir tus extremidades en martillos capaces de
quebrar cualquier tipo de superficie, en entrenamientos marciales que comienzan a las cuatro de la mañana en templos perdidos en las
montañas y terminan cuando cae el sol, dejan secuelas. No sólo físicas. El
cuerpo de Ringo es el ejemplo perfecto de cómo quedaría un esqueleto humano al que
estampas una y otra vez contra un muro hasta romperlo por todas sus partes para endurecerlo –de los dedos de los pies, a los nudillos y falanges de la mano-, y
luego lo reparas. Cuando hace más de un lustro conocí a Ringo, un tipo incapaz de contener
ese humor negro de quien supura particular inteligencia, llevaba una camiseta de la
que le costaba despegarse que rezaba: “Las normas, como los huesos, están para
romperse”. Ringo lleva la violencia en las venas. Lucha contra ella. Pero le
cuesta. Pasó más de una década sumando entrenamientos de alto rendimiento y
combates ilegales pagados al k.0., por el ancho y largo del sudeste asiático.
Ejerciendo la violencia extrema para ganarse la vida con un pragmatismo
despojado de cualquier conflicto moral.
La noche ya hace rato que cayó y la sombra de un
ejército de abetos centenarios mecidos por el viento, alrededor de ese
amplísimo tercer piso sin paredes, abierto de par en par al exterior –foresta infinita
apenas iluminada por la luna creciente-, que será la sala de estiramientos de
la clínica para la temporada en Dharamsala en cuanto mañana le pongan el parqué,
arrulla una conversación a media voz y plagada de silencios.
¿Qué pasó exactamente, Ringo? ¿Por qué le rompiste
la mandíbula primero -y luego tu mano contra el suelo para evitar males
mayores-, a ese japonés que me presentaste hace unos meses y llevabas dos años
tutelando como a un hijo del que hay que asumir todos los gastos, allí en
Okinawa? ¿Por qué, si te lo habías llevado de la mano, pagándole el avión, para
que le adiestrasen en un templo cuyos gastos también correrían de tu cuenta, en
kárate tradicional, ese que no se enseña en ningún gimnasio del mundo? No le
gusta hablar de ello a Ringo. Pero me siento como ese escritor que sobrevive a
la matanza final de Sin Perdón y le
pregunta a Clint Eastwood, con ese timbre de voz tembloroso que provoca toda
curiosidad suicida, cómo ha elegido el orden de disparo para matarlos a todos
sin recibir un solo balazo. Necesito saber. Imperiosamente. Me fascina la
violencia contra la que lucha Ringo con todas sus fuerzas. O Ringo. O las dos
cosas. No como ficción –que también-, sino como esa inexplicable constante en
la evolución humana, casi la única constante, que se ha mantenido invariable en
el comportamiento de nuestra especie a través de los siglos de los siglos,
ajena a todo raciocinio. ¿Por qué, Ringo? De enfadarte con alguien a partirle
el hueso maxilar como castigo hay un largo (y brumoso) camino, supongo.
“Respeto”, acierta a murmurar. “Siento un gran
respeto por el cuerpo humano. No me gusta destruir, sino arreglar. Ayudar a la
gente. Pero…”. Es difícil sacarle las palabras a Ringo. Y más a remojo de
cannabis. Ambos. “Todo el mundo necesita focalizar un objetivo en la vida. No
irse de copas y querer estar siempre con mujeres”. “Disciplina”, concluyo. Y
asiente.
En nuestro mundo peliculero, escrito a medida de
nuestros gustos, no caben los guiones reales de ciertas vidas, de ciertos
entendimientos, de ciertas filosofías. Para un tipo como Ringo, criado en la
estricta disciplina de la violencia -no para el combate, sino para el alcance de
una suerte de supremacía vital a través del cultivo extremo del físico-,
el simple hecho de ver cómo ese alumno en el que has invertido tiempo y
dinero, se emborracha merecidamente después de dos años sin pisar su Japón
natal, supone la peor afrenta. No hay película posible en una mente como la de
Ringo. Las cosas son tan reales como él mismo las vive. Creemos, los demás (tal
es nuestro imaginario), que ciertas sociedades sólo existen en las películas de
John Woo o Tarantino. Pero no son ficción. Y como no son ficción no hay broma
ni juego posible. Si te abren la puerta a su necesariamente violento mundo es para que entres. Y si sales, sólo lo harás de una forma previsible:
con violencia. Así que puede decirse que Ringo no es violento [“¿Existe ese golpe
mortal que sale en la película Kill Bill
y que después de ejecutado, sólo permite que la víctima dé tres pasos antes de
caer desplomado al suelo?” “Possible,
possible”, sonríe Ringo. “Aunque a veces no les da tiempo ni a dar un
paso”, apostilla con gesto reflexivo]. Ringo no es violento. De hecho es uno de
los tipos más afables y educados, de modales exquisitos, que conozco; por todo
lo más, uno de los mejores y más generosos anfitriones que me han abierto las
puertas de su casa y saciado de manjares y otros postres. Sólo que pertenece a un mundo que sólo dábamos por válido
en las películas. Pero es real. Tan real como la violencia sobre la que se basa
nuestra especie.
[Continuará]
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