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© Rafa Gassó |
Si no te gusta (mucho) leer, es
mejor que te saltes este nuevo post y esperes al siguiente. Va de letras. De
las que salen publicadas y de las que no. Y de estas últimas va el caso.
Comparto hoy un reportaje que
firmé hace exactamente un año siguiendo las directrices de lo que yo entiendo
por periodismo. Historias que tienen nombre y apellidos y que, precisamente por
esto, por ser localizables, atribuibles a una voz concreta (como la tuya o como
la mía), ayudan a explicar otras realidades que no por lejanas en el espacio lo
son en nuestra común condición. Lo firmé para una revista que conforme le dio
el visto bueno cuando se lo planteé, lo rechazó al descubrir que no era lo que
esperaba (va de una autobiografía -de película-, y me temo que esperaban el argumento
completo. Explícale esto a la autora y, sobre todo, al editor, que están
trabajando en su lanzamiento; que en tu revista quieren que les desveles la
receta del dulce que ha de convertir su producto en un bestseller al menos en un país que, sólo por una cuestión
demográfica, más lectores tiene del mundo). En fin. Un año después, tras un
largo paseo por las redacciones de otros medios -un paseo que siempre ha
terminado en la cuneta, al final va a ser que el tema es malo de cojones-, lo
saco del cajón y lo publico aquí porque yo sigo pensando que es bueno. Es
verdad que me quedó un poco pastel, poseído quizá, tras un encuentro revelador,
por el espíritu drogado de la mismísima Corín Tellado (me ha quedado un
pareado). Pero son sólo palabras, que en nuestro oficio, se cambian con
facilidad. Y bien. En realidad, no pasó el filtro de otros medios porque estaba
escrito para una revista en concreto, con una línea editorial muy concreta, y
vendérselo a otro medio suponía darle una vuelta completa al texto y esto, para
qué nos vamos a engañar, sólo lo hago por dinero. Pero por el dinero que se paga
en mano, no el que tal vez, quizá, si al final te compran tu trabajo, han de
pagarte. La mecánica de cobrar por trabajar, en el ámbito del periodismo, se ha
convertido en un asunto de fe. A mí la fe siempre se me ha escapado. Corre
mucho. Y yo cada día menos. A lo que vamos. Tampoco es que la revista a la que
se lo ofrecí –y me dio el visto bueno-, me lo rechazase, así, como revista, en
abstracto. Toda historia en esta vida, para que resulte creíble, ha de constar
de nombres y apellidos. Reales. No ficción. En esta también los hay. Aunque me
reservo el derecho a ocultar la fuente. Un tapón, en sentido real y figurado,
que limita el acceso a una revista con
la que tan bien he trabajado tantos años. El mismo tapón que me tiene regalada
una colección de mails digna de encuadernar. Si trato de escribir algo para
mujeres me salen ideas cursis. Y si no tengo ni (puta) idea de escribir para
mujeres, mejor me lo ahorro. También me paso por el forro el libro de estilo de
un medio que “tan bien” conozco. E incluso oso redactar un reportaje de viajes
sobre Sri Lanka, cuando “sé perfectamente” –porque lo sé o al menos debería
saberlo-, que “lo que se busca [en dicha revista] es lifestyle” y Sri Lanka es un país de andar entre gallinas”. Luego me
viene a la cabeza algún que otro intercambio de mails con la misma persona,
‘negociando’ reportajes sobre India o sobre cualquier otra cosa, repletos de
graves faltas de conocimiento sobre el país (un país que no conoce ni quien
haya vivido aquí toda una vida), o sobre el tema que sea, de esas faltas que te
callas por puro pudor y precaución, y ya se me pasa como algo personal.
Pienso entonces en el Dalai Lama, en su eterna sonrisa, en la simpleza de sus
ideas simples (y efectivas), me fumo un cigarro sin tabaco y a otra cosa,
mariposa. “Si no perdonas por amor, al menos hazlo por egoísmo”. El “egoísmo
altruista”, que defiende un amiga.
Espero que os guste:
La (última) princesa india destronada
Una de las primeras sonrisas que recibe cualquier líder
mundial de visita oficial en la India es la de Subha Rajan, una de las mujeres
mejor posicionadas del subcontinente asiático, protagonista de una de las
historias más extraordinarias de superación personal que verá la luz en una
autobiografía de película que haría las delicias del más ávido guionista de
Hollywood. Su objetivo, empoderar a mujeres de todo el mundo. Pasen y lean.
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Subha Rajan, en la Confederación Industrial de India, de la que es directora. / Foto © Rafa Gassó |
¿Puede una de las mujeres mejor posicionadas de la India actual esconder una de las historias de superación
personal más extraordinarias, de tintes novelescos, casi de fábula, detrás?
Subha Rajan, una de las manos derechas del nuevo Primer Ministro hindú,
Narendra Modi, sí. Quien fuera íntima amiga de Benazir Bhutto y a día de hoy
siga ejerciendo de anfitriona por excelencia de cuanto mandatario internacional
haya pisado o se disponga a pisar el subcontinente asiático -de Hamid Karzai a
Nelson Mandela, pasando por Bill Clinton, Tony Blair, Vladimir Putin, Gerhard
Schröder, Hugo Chávez o el príncipe Carlos-, no siempre lo tuvo fácil. Su vida,
de película, comienza en palabras de su propia hija:
“De un ático de lujo con vistas al azul del océano
Atlántico, a las sucias y polvorientas calles de Delhi. Esta es la historia de
una mujer valiente que luchó contra todo pronóstico […] La guerra civil en
Liberia estalló de repente”. Y es que así dan comienzo los primeros párrafos
del relato Una bolsa de té que la periodista, actriz y bailarina india,
Parvathi Tampi, escribió sobre su madre. Es el aperitivo del libro
autobiográfico –aún sin título definitivo- que la protagonista de una de las
historias más sorprendentes del más exótico oriente se dispone a publicar estos
próximos meses. La de una suerte de heroína moderna ligada por matrimonio a la
familia real india que acabó durmiendo en la sala de espera para mujeres de la
Estación de Trenes de Nueva Delhi. Un relato al más puro estilo de drama bollywoodiano
(con final feliz), cuyo recuento tiene lugar en un despacho de la Confederación
Industrial de India (CII, en sus siglas en inglés), en el modernísimo Indian
Habitat Center, un conjunto de edificios ubicado en la más señorial todavía
Lodhi Road, en pleno corazón administrativo de la capital. Se trata de una
oficina pública con más de cien años de historia, dedicada a dar soporte y
apoyo al tejido empresarial del país –desde la todopoderosa Tata a la más
modesta Pyme-, y servir de enlace con el Gobierno, de la que Rajan, hoy, es
directora. Pero no siempre fue así.
“A principios de los años 90 yo vivía en Liberia con mi
marido y mis dos hijos. Él trabajaba en un banco y yo dando clases de
Literatura en la universidad. También trabajaba como voluntaria en la colonia
de leprosos de Monrovia, una de las más grandes del mundo”.
El encuentro se produce alrededor de un catering casero
de deliciosa comida del sur de India servida con mimo por la propia Rajan, bajo
la atenta mirada del editor, quien, dibujando paradójica e involuntariamente lo
que supone ser mujer en este lado del mundo, se afana en acotar la conversación
con la autora temeroso de lo que esta responda ante cada pregunta. “Aunque no
soy técnicamente una refugiada, tuve que vivir como tal en mi propio país”,
explica la protagonista de una vida que podría comenzar en Liberia, África,
pero que comienza mucho antes en Kerala, uno de los estados más cosmopolitas
del próspero sur. Allí, una guapísima muchacha de la alta sociedad
perteneciente a la influyente comunidad matriarcal de nombre nair,
contrae matrimonio con un joven banquero de sangre azul y futuro brillante que
le hace viajar a Nigeria primero, y a Liberia después.
Una vida estable, comprometida, desahogada y exótica, que
se vio truncada de la noche a la mañana cuando el Frente Patriótico de
Liberación de Liberia (NPFL), dirigido por un disidente del gobierno del
entonces dictador Samuel Doe, decidió sublevarse, y el ejército de Doe
respondió atacando civiles desarmados y quemando pueblos enteros.
“A mi marido lo detuvieron por ser el director de un
banco internacional y nosotros” –ella y sus dos hijos, que entonces apenas
sumaban 6 y 8 años- “estuvimos encerrados en casa durante semanas hasta que
pudimos coger el último avión de evacuación con lo puesto, dejando todas
nuestras pertenencias atrás, y volvimos a India”. Semanas de escasez y pavor en
las que la nevera se vaciaba mientras las matanzas y los saqueos se sucedían en
las calles. “No podíamos salir de allí”, rememora Rajan. “Una bolsa
de té, el relato que escribió mi hija, hace referencia a nuestro único
alimento durante días y días de mucho terror. Una misma bolsa de té compartida
de taza en taza para darle un poco de sabor al agua caliente”. “Sin embargo”,
continúa narrando Rajan, “no fue hasta volver a India cuando comenzó el
verdadero sufrimiento”.
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Subha Rajan, junto a su hija, la periodista, actriz y bailarina india, Parvathi Tampi. / Foto © Rafa Gassó |
“Cuando eres rico y tienes dinero todo el mundo quiere estar a tu lado. Pero cuando éste
desaparece todo el mundo se aparta de ti”, reflexiona con una sonrisa amarga.
Y es que no cuesta imaginarse a esta mujer de mediana
edad que conserva una belleza casi pictórica y un porte elegante que rehúye,
coqueto, confesar su edad, temblando literalmente de miedo y soledad ante un
país, el suyo, de dimensiones tan desproporcionadas como la propia dureza de su
vida diaria.
“Cuando regresé no tenía ni 30 años. Fui primero a
Kerala, pero allí nadie quiso ayudarme y decidí trasladarme a Delhi para
comenzar una nueva vida”. Y no es poco. En un país que cuenta con 18 lenguas
oficiales, hablar un perfecto inglés, francés y chapurrear algo de árabe no
sirve de mucho si no se sabe una sola palabra de hindi. Licenciada en Arte y
Literatura, “había perdido todos mis certificados, no tenía ni un solo papel
que me acreditase”. Ni siquiera el contacto con su marido, a quien no volvería
a ver hasta dos años después, ya inutilizado tras un periplo de espanto en
medio de una guerra cruel que le costó un infarto cerebral y serias secuelas
mentales de las que ya nunca se ha recuperado. “Le pegaron palizas sin
descanso, sufrió de malaria y todo tipo de vejaciones, tuvo un accidente y al
final pudo huir, ayudado por alguna buena gente local, atravesando a pie el
desierto. Nunca dijo nada de esto, se lo calló todo. Cuando por fin pudimos
volver a encontrarnos era un hombre muy diferente al que yo había conocido.
Desarrolló problemas mentales y a día hoy” -con 60 años y convaleciente de por
vida en Kerala- “no puede recordar nada de todo aquello”.
Con todo, y gracias al contacto de una pareja del entorno
de su vida pasada, familia política lejana, le presentaron al entonces director
del CII, quien le ofreció un trabajo temporal entre las funciones
administrativas y las relaciones públicas de dicho organismo. “Empecé a ganar
algo de dinero con el que pude enviar a mis hijos a una escuela privada para
que se mantuvieran y crecieran lejos de aquella nueva existencia nada fácil que
comenzaba para mí. Esta pareja me alojó una temporada en su casa, pero nada es
eterno y los siguientes años estuve viviendo en casas de huéspedes… cuando me
llegaba el dinero”. Cabe tener en cuenta que, en India, el sistema educativo es
un lujo muy caro que sólo muy pocos se pueden permitir pagar, así que “otras
noches, al salir de trabajar, cuando ya me había gastado el sueldo en pagar las
facturas del colegio, me iba directamente a la Estación de Trenes de Nueva
Delhi, a dormir en la sala de espera que hay para mujeres”, matiza.
“Tenía muy poco”, prosigue. “Ni siquiera formación en
economía o comercio para defender el puesto de trabajo que había conseguido”.
“Me tenían que prestar vestidos para las reuniones y muy poca gente podía saber
cuál era mi situación en realidad”. En un país de cultura tan sumamente
competitiva, “tenía mucho miedo perder el trabajo. Me tiraba 14 y 15 horas de
jornada laboral, asustada por hacer algo mal que me costase la plaza”. Recuerda
cómo después de vender sus anillos de compromiso, de casada y de aniversario,
tenía que torear con hombres de la diplomacia y la política que, dándola por
soltera, la pretendían cuando no entendían por qué no la acompañaba, en las
recepciones oficiales, su marido.
“En India, y en cualquier lugar del mundo, una mujer
joven y bien parecida lo tiene difícil. Por muy duro que trabajes te humillan.
Nunca te ven como una profesional, sino como una simple mujer”. “Y sí, ¿por qué
no decirlo?”, continúa exponiendo. “Yo era joven, guapa, elegante, y mucha
gente pensaba que mis méritos estaban en dormir con cada uno de los ministros,
diplomáticos o empresarios con los que me relacionaba. Despertaba muchas
envidias y más de uno deseaba que me volviera a Trivandrum [en su Kerala
natal], a una cabaña. Mi trabajo acabó basándose principalmente en las
relaciones públicas, en ser “la cara” de la industria india. Y me recuerdo como
una niña asustada que sabía que pasase lo que pasase no podía dejar nunca de
sonreír, aunque me matase a llorar por las noches. Luché, estudié, me formé
para el puesto y al final, después de muchos años y mucho trabajo, conseguí ser
la directora, ejecutiva senior”.
Inspirada por una de las últimas tigresas más famosas de India, Machli, que se ha mantenido
independiente y feroz sobreviviendo al ataque de cocodrilos en el parque de
Ranthambore y hoy es “abuela como yo”, sonríe, Rajan, que se emociona al
recordar a Bhutto [“las dos éramos mujeres antes que políticas”], continúa
involucrándose con los más desfavorecidos, especialmente con mujeres en
situación de indefensión -para lo que no desdeña aprovechar su posición
diplomática-, y ahora corrige las galeradas de una biografía que saldrá a la
venta en un par de meses, y que pretende motivar y empoderar a otras mujeres de
“un mundo global dominado por hombres”.
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De su álbum personal, con Benazir Bhutto. |
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De su álbum personal, con Bill Clinton. |
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De su álbum personal, con el Dalai Lama. |
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De su álbum personal, con el hoy Primer Ministro de India, Narendra Modi. |
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De su álbum personal, con el Príncipe Carlos. |
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De su álbum personal, con Yasser Arafat. |
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