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miércoles, 6 de mayo de 2015

La rendición de Nepal


Un artículo que he escrito para una historia que no viene al caso ;-)


En el mes de mayo de 2009 yo era un periodista recién salido, como quien dice, de ese agradable confort que se respira en las redacciones que pagan sus sueldos cada fin de mes, puntualmente, por un trabajo de oficina de 9 a 5, y apagan la impresora de teletipos los viernes a mediodía para no volverla a encender hasta el lunes por la mañana. Llevaba cerca de un año recorriendo el sudeste asiático. Un sabático algo inexacto en su concepto –no hay desconexión posible para un plumilla de dedo fácil con tendencia a pisar el barro-, que había comenzado durante unos primeros meses disfrutando ‘il dolce far niente’ en la costa atlántica de Marruecos y había saltado, sin más preámbulos y con el aeropuerto tailandés de Bangkok tomado al asalto por diez mil Camisas Rojas, directamente de Londres a Singapur. De ahí había cruzado a Malasia y de isla en isla –Sumatra, Java, Bali, Lombok, Gili-, me había recorrido media Indonesia (y ni siquiera, porque Indonesia son cerca de 17.000 islas). Después había volado a Hanoi para descender Vietnam de norte a sur, vía terrestre, y cruzar a Camboya navegando el río Mekong, antes de terminar de nuevo en Bangkok, regresar a España, hacer un pequeño freelance en Nueva York que diese un poco de respiro a mis arcas y largarme a India en el primer vuelo barato que encontrase. Nepal era, pues, el último destino de la aventura y allí llegué, cruzando a pie la frontera...

–literal-, tras un periplo combinado de trenes, autobuses y jeep por rutas pedregosas, que terminó en forma de encontronazo con un policía de inmigración indio con el que acabé forcejeando en una situación muy cómica vista desde la distancia, pero inquietante en el momento de medir fuerzas. India, gigante en el que paso seis meses al año desde entonces, es un país de intensidades tan bestias como sus dimensiones. Y Nepal el premio de todo aspirante a trotamundos por Asia. Y, además, lo saben. También saben que los mochileros que recalan allí por vez primera suelen hacerlo tras atravesar la franja monumental que serpentea el subcontinente desde su orilla del Tar, en el desierto con Pakistán, hasta esa rivera del Ganges que baña la ciudad sagrada de Varanasi. La mayor parte de viajeros primerizos por la región terminan con sus huesos en la muy dulce Nepal atraídos por la célebre hospitalidad y cuidado al viajero de un pueblo que vive, en términos exactos y geográficos, a las puertas del cielo. Sólo el particular sentido del humor de un país que no borra su sonrisa de oreja a oreja pese a ser uno de los más pobres del mundo, basando su diferencia más evidente con el asfixiante coloso hindustano a través de 15 minutos de más en su GTM, explica la terrible injusticia natural a la que se enfrenta este pequeño país tras el seísmo que lo ha sepultado bajo los escombros, sumiéndolo en la más dolorosa de las miserias y con un saldo de destrucción humana que alcanza ya, además, más de 7.500 muertos y desaparecidos.
La primera vez que arribé a Nepal lo hice como todos. Exhausto tras dos días de viaje por lugares para olvidar y lleno de polvo hasta en la foto del pasaporte. Sin embargo, allí viví -la segunda noche-, una de los episodios más locos y divertidos, por tonto, de todo un año de peripecias surrealistas. Me gustaría con él homenajear a uno de los rincones más bellos y auténticos de todo el planeta, de donde estas semanas no cesan -ni cesarán-, de llegar noticias tan tristes y negras como ese futuro inmediato que les aguarda. (También puedes ayudar aquí).
Ocurrió en Lumbini, lugar donde nació Buda y primera parada casi obligada, al menos para hacer noche cuando se cruza la frontera desde Gorakhpur. Por entonces Lumbini, no muy transitada y al abrigo, en construcción, de un sinfín de templos, por países, que a modo de parque temático empequeñecían su minúsculo núcleo urbano, comenzaba a erigirse como centro de peregrinación budista. De tal modo, el principal y único eje que dibujaba su área metropolitana era una larga calle, cual película del oeste, que comenzaba y terminaba en un camino polvoriento. A ambos lados de la calzada competían colmados, talleres de reparación de productos insólitos y unas cuantas guesthouses. Nada más había en Lumbini. Allí se desarrollaba toda la actividad de su vida diaria.
A las 9 de la noche aquello parecía el extrarradio de Zamora en la madrugada de un miércoles de febrero, por poner un ejemplo al azar, ya que nunca he estado en el extrarradio de Zamora en la madrugada de un miércoles de febrero. Todo permanecía cerrado a cal y canto y la oscuridad, hubiese corte eléctrico o no, era absoluta.
Así que la segunda noche, después de una agotadora jornada en bicicleta junto a un francés recorriendo los templos bajo un sol abrasador, conocimos a una chica alemana –no había muchos turistas por el lugar-, a la que invitamos a cenar y a disfrutar de unas cervezas. Ocurrió que a las nueve de la noche nos echaron del restaurante y decidimos beber la última en la terraza de la guesthouse, donde casualmente ambos se alojaban. Un rato más tarde tuve ganas de volver al calor de mi choza, que justo se situaba puerta con puerta con la de mis anfitriones, y desplomarme. Pero (¡ops!), resultó que por el camino de la noche toda escapatoria había sido cerrada y no podía salir a la calle. Media hora después de aporrear la salida, un somnoliento hombre nos abrió y logré alcanzar la calle. Ahora sólo me faltaba llegar a mi guesthouse. ¿Sólo? No. Mi guesthouse también permanecía cerrada a cal y canto. Sin vida. Comencé a llamar suavemente, sin éxito ninguno, así que media hora más tarde comencé a tratar de derribar la puerta a golpes. Allí no se despertaba nadie y apenas era la medianoche. Me daba igual. Estaba dispuesto a despertar a todo Lumbini antes que quedarme en la calle. Dos rubias y asustadizas mochileras salieron, al fin, de sus habitaciones y me dijeron, con voz ahogada pero dolorosamente sincera, que no sabían si abrirme porque tenían “miedo”. Come on! I’m a customer of this fuckin’ hotel! Accedieron, aunque sin mucha determinación. Había un sinfín de candados. Así que dieron una vuelta de paripé en busca del propietario, que nunca encontraron, y conforme aparecieron de sus habitaciones, desaparecieron de nuevo en ellas. “So sorry. Good night”. Volvíamos a estar solos en la calle una colonia de ratas, las cucarachas y yo. Había quedado con Sebastien, el francés, en que si tenía problemas volviese y le diese una voz. Su habitación quedaba en un primer piso exterior que, técnicamente, era imposible salvar. Un cigarrillo después, estudiados los pormenores a remojo de las debilidades que florecen en la región de los Himalayas, me propuso tratar de despertar de nuevo al dueño de su guesthouse para que me diese una habitación donde pasar la noche. Tontamente obcecado, no lo veía claro. No quería despertar de nuevo a nadie y menos para pagar otra habitación teniendo ya una, así que le di las gracias y opté por buscarme un rincón en el que echarme un rato entre la ‘indie gente’ hasta que llegase el alba. Acepté su saco de dormir y su repelente de mosquitos, que dejó caer desde la ventana, y también la linterna, que deslizó suavemente atada a una cuerda. Buenas noches. Entonces, comencé a buscar un refugio que me pareciese apañado, pero ninguno me convencía. Al menos tenía una linterna, así que, ¿por qué no cambiar el rumbo de la investigación? Podría acceder a mi hotel escalando un tejado que no quedaba muy alto. Sin embargo, no llegaba a él porque no existía ningún punto de agarre y, además, estaba medio derruido y no parecía ofrecer demasiadas garantías de seguridad. La idea de caerme y partirme la crisma no me hacía gracia. Y que me confundiesen con un ladrón en un país que en esa época de últimas convulsiones maoístas, en la que los toques de queda no eran infrecuentes, menos todavía. Pero quedarme en la calle, definitivamente, tampoco. Así que me puse a merodear por los colmados en busca de alguna escalera o, en su defecto, de alguna cosa que se pareciese o pudiese servir de escalera, y en un golpe de suerte, di con una mesa. Prestada, la coloqué junto al muro (recuerdo preguntarme qué excusa dar si alguien me viese a esas horas paseándome con una mesa), y lancé el saco de dormir al tejado; me subí a ella, y con la linterna calzada en la frente –cual espeleólogo del absurdo-, comencé a trepar hacia la luna menguante. El suelo crujió bajo mis pies, nunca serví para ser ninja, y obsesionado con que la hojalata no se hundiese a mi paso, alcancé la balconada de la terraza en un periquete y de milagro. Lo cierto es que resultó más fácil de lo que pensaba. Pero... ¿me hallaba en la terraza de mi hotel? ¿O me había equivocado? Comencé a ponerme nervioso; qué contar si me había equivocado. Abrí una puerta y... ¡Biwngo! Lo era. Feliz, victorioso y relajado, al fin, deshice las escaleras a la carrera, a punto de rebasar la que llevaba a mi habitación -¡alegría, alegría!-, cuando de súbito me di de bruces con que antes… ¡HABÍA UNA ÚLTIMA JODIDA PUERTA QUE TAMBIÉN PERMANECÍA CERRADA! “¡COJONES!”, escupí en voz alta. Quería llegar a mi puta cama. SÓLO. Y entonces se abrió una habitación, apareció el dueño de la guesthouse enfocándome con una linterna, y antes de dar la voz de alarma y descojonarse de mí de oreja a oreja, me dio la oportunidad de explicarle la jugada. Aquella noche caí rendido en Nepal.

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